ODA VENÉREA
Ayúdame, diosa, a cantar el sacrificio que me exigiste la primera vez que fui tuyo.
Era yo el entrenador, líder, de todos mis amigos, en el equipo del Club, del Barrio.
Los entrenaba como a espartanos, siendo yo el primero en el esfuerzo, y nuestros gritos de ánimo y combate se hacían famosos en las noches de invierno.
Aquel equipo extraordinario ganaba todos los partidos; y, entre todos, era el mejor del equipo aquel delantero, aquel amigo con el que tantas veces yo había reído y celebrado.
Se había emparejado él en aquellos días con la primera niña que me entró por los ojos al llegar a Madrid, sí, niño gallego recién llegado. Con ella, el pobre, se había emparejado.
Pero ella y el gallego tenían un destino marcado, que les acercaba y alejaba en el curso de los años juveniles, para entregarse, final y mutuamente, las flores nunca deshojadas.
Y la diosa había pedido a su esposo, el cojitranco herrero, que modelase a aquella muchacha con las líneas del deseo y las formas del placer.
¡Di, diosa, qué exigiste al joven mortal para gozar de aquella doncella!
Qué son para ti esos niños que corren tras una pelota
qué son para ti sus juegos de guerra impostada.
Qué es para ti tanta niñería, cuando puedes tenerla a ella
anhelante en tu cama.
Renuncia al cetro
a su respeto
a su amistad
para beber de este cuenco.
Acepté y bebí, oh sí, hasta que las heces descendieron amargas por mi garganta.
Al día siguiente, en el entrenamiento, no me hablaba ninguno de mis amigos, no me era ya leal ninguno de mis soldados.
Abandoné su liderazgo. Y, sin mí, ganaron.
Abandoné su amistad por la soledad de tu frenesí.
¡Canta, diosa, lo que por ti yo he entregado!
¡Y que mil veces más lo hubiese hecho
por ofrendar mi alma a tu derecho!
Y
¿cómo llamarme nihilista
si tú
diosa
nunca me has sido indiferente?
Tu eterno creyente
no hay hombre al que no sea capaz de traicionar
por un beso tuyo en mi frente.