INVASIÓN
El general dio la orden de avance con su brazo.
La columna de vehículos se puso en marcha, en dirección al desfiladero.
Desde su asiento en la parte de atrás del camión, el joven se fijó en las aguas del río.
-Tienes cara de adolescente -le dijo un soldado sentado justo enfrente-. ¿Seguro que ya has cumplido dieciocho años?
El joven miró un momento a su interlocutor, antes de dirigir la mirada hacia lo alto de las paredes del cañón.
No contestó.
-¿Cómo te llamas? -preguntó esta vez el soldado, endureciendo el tono.
-Louis -respondió el joven, sin dejar de mirar hacia lo alto.
El sol del amanecer creaba sombras peculiares en el desfiladero.
-¿En qué piensas, Louis? -preguntó nuevamente el soldado, que ahora sonaba burlón.
-En que si yo fuera un cruzado de Penn Ar Bed, me parecería éste un lugar perfecto para una emboscada.
El soldado que le preguntaba y el resto de compañeros empezaron a mirar hacia donde miraba Louis, repentinamente inquietos.
-Lo más probable es que los teócratas estén embarcando en estos mismos momentos camino del otro lado del océano… -dijo el soldado, tratando de aparentar seguridad.
El resto intentó sonreír, pero las miradas seguían escapándose hacia lo alto.
-Lo dudo -le dio tiempo a decir al adolescente.
La primera explosión destruyó el tanque que iba en segunda posición, dejando aislado al del general del resto de la columna.
Louis se dejó caer del camión, tras ver el ojo del soldado que le había estado preguntando atravesado por una flecha.
Las explosiones se sucedían con ritmo de furia. Louis hizo una señal a sus aterrorizados compañeros para que le siguieran hacia los árboles que bordeaban el río.
Los cañones de los tanques trataban de apuntar hacia algún lugar, sin tener demasiado claro hacia dónde. Los oficiales que habían sido capaces de reaccionar intentaban poner orden entre una amorfa masa fugitiva.
Ya ocultos entre los árboles, Louis y sus compañeros escucharon cómo el ruido de las explosiones era sustituido por un extraño rugido que inundaba el cañón, rebotando y multiplicándose entre las paredes de roca.
Como si la tierra y el cielo hubiesen decidido gritar al mismo tiempo, amenazando con poner fin a todo lo creado.
Y Louis vio entonces a los jinetes de Penn Ar Bed, sus caballos en inverosímil verticalidad acantilados abajo, inundando el desfiladero, gritando, disparando, desenvainando.
Una desquiciada marea verde cuya contemplación congelaba los músculos y convertía a muchos soldados de la Unión en babosas gimoteantes.
Una de las docenas de lenguas montadas se acercaba furiosa al aislado tanque del general, guiada por el abanderado, al que sus compañeros apenas conseguían seguir el ritmo de galope, y que lucía en su estandarte a un estudioso y tranquilo Santo Tomás de Aquino, que parecía coger su pluma con la misma firmeza con que su portador blandía espadón en la mano derecha.
El general trató de apuntar con su pistola desde la torreta del tanque.
El caballo subió de un salto al vehículo. El espadón chilló al cortar el aire. El caballo bajó de otro salto nuevamente al camino, al que también llegó la cabeza del general, tras rebotar un par de veces en el metal de su tanque.
Louis observaba desde su escondite la destrucción de toda la columna. Miró a sus compañeros de escondite. El más cercano olía a mierda. Louis les obligó con gestos a mirarle fijamente a los ojos. Con otro gesto, les ordenó colocar rifles a la espalda y desenvainar las espadas cortas. El último gesto lo hizo para que le siguieran.
Louis corrió pegado al cauce del río, bajo la protección de los árboles, en dirección a la entrada del cañón.
Sus compañeros y él sólo se detuvieron cuando la masacre dejó de resonar en sus oídos.
Aunque tardaría bastante más en dejar de resonar en sus cabezas.