LA COLECCIÓN
El informe descansaba encima de la mesa, sin abrir.
La Primera Magistrada lo miraba de soslayo, derrotada sobre la silla, un pómulo resbalando sobre el puño cerrado.
Su mirada huyó hacia la pared. Allí estaba su colección. Objetos de tortura usados por los esclavistas. Que había ido recogiendo durante la Revolución.
Adornaban su habitación. Para hacer imposible el olvido.
Recordó el día en que dejó de ser virgen. El día de su primera violación. Su amo la había comprado cuando tenía siete años. Le dio la mejor educación que se podía pagar. Los más grandes filósofos y arqueo-ingenieros. Ocho idiomas.
Podía hablar durante horas con su amo. Sobre historia, sobre ciencia, sobre dioses. Sobre amor.
En algún momento, olvidó su condición de objeto parlante. Y se permitió admirar a su propietario. Amarlo, incluso. Quizá.
La penetró por primera vez el día que ella cumplió quince años.
No se sintió violada hasta que la vio a ella: otra niña de siete años comprada pocas semanas después.
Las conversaciones se hicieron más cortas, las violaciones se hicieron más largas.
La mirada de la Primera Magistrada volvió al presente. Fija en el cuchillo que colgaba justo enfrente de ella.
Perezosamente irguió la espalda y abrió el informe.
Patricia abrió la puerta de la habitación.
-¿Tienes un momento, madre?
-Un momento, sí -respondió, mientras volvía a cerrar el informe-. ¿Qué ocurre?
Patricia cerró la puerta tras de sí, acercó una silla y se sentó junto a su madre.
-Estoy preocupada, madre -dijo Patricia, mirando al suelo-. Estoy preocupada por… un par de profesores. Míos.
-¿Por?
-Creo que pueden resultar… agredidos -dijo Patricia, elevando la mirada.
Su madre hizo un gesto de extrañeza.
-¿Quién les iba a querer agredir?
-Algunos alumnos… Ya sabes, los más radicales. Todo está… muy tenso. En todas partes.
-Estamos en guerra, amor. Tensión es lo mínimo que puede haber. Sobre todo si las cosas no van bien.
La Primera Magistrada cerró en un puño la mano que descansaba sobre el informe.
-¿Por qué iban a querer agredir esos alumnos a tus profesores?
Patricia volvió a bajar la mirada.
-Dicen que ellos… les llaman criptocatólicos. Que no apoyan lo suficiente la causa de la Unión. Pero no es verdad… Sólo hacen su trabajo. Muy bien, de hecho.
La Primera Magistrada permaneció callada. Miró a su hija, que permanecía con la mirada fija en el suelo. Se inclinó hacia adelante en la silla, antes de volver a hablar.
-Muchos de tus compañeros tienen a algún familiar en el frente; o es probable que alguno de ellos se incorpore a filas en breve. Es normal que estén nerviosos, que pierdan la paciencia con mayor facilidad.
Patricia asintió, sin levantar la mirada.
-¿Quieres que haga algo? -preguntó la Primera Magistrada.
Patricia dijo que sí con la cabeza.
La Primera Magistrada miró a su hija un momento. Después se inclinó sobre la mesa, abrió el informe, cogió la primera hoja y le dio la vuelta.
-Escríbeme ahí sus nombres -le dijo a Patricia, acercándole la hoja y una pluma-. Yo me ocuparé.
Patricia se levantó. Cogió la pluma y la introdujo en el tintero. Escribió dos nombres y le devolvió la hoja a su madre.
La Primera Magistrada leyó los nombres y volvió a dejar la hoja dentro del informe.
Cogió la cara de Patricia para que le mirase a los ojos y le sonrió.
-No te preocupes más. Ahora, a dormir.
Patricia besó a su madre y salió de la habitación.
La Primera Magistrada se quedó sentada. La mirada regresó al cuchillo de la pared y permaneció allí durante unos minutos.
-Ahmed -llamó la Primera Magistrada.
La puerta se abrió y un hombre uniformado introdujo la mitad de su cuerpo en la habitación.
-¿Necesita algo, Primera Magistrada?
-Sí -contestó, mientras se retiraba un mechón de la cara-. Dile a Pierre que venga mañana por la mañana.
-Ahora mismo, Primera Magistrada.
La puerta volvió a cerrarse. Se levantó de la silla y se dirigió hacia la cama.
Sin volver a mirar la pared, donde descansaba su colección de objetos de tortura.